
Cuando hablamos de dimensiones más allá de la tercera, es fácil imaginar portales, naves o mundos paralelos. Pero la verdad es mucho más sutil y poderosa: las dimensiones no son lugares, son estados de conciencia. No se trata de ir a ninguna parte, sino de ver desde otra frecuencia. No se “asciende” como quien toma un ascensor. Se despierta una forma diferente de mirar la realidad, una en la que las leyes mismas cambian.
La tercera dimensión es la densidad del yo separado. Todo es lineal, sólido, causa y efecto. Nos percibimos como individuos aislados, atrapados en el tiempo cronológico, creyendo que lo que vemos y tocamos es lo único real. Es la dimensión del juego más fuerte de la ilusión, donde olvidamos que somos energía, y por eso, también, es el escenario más fértil para aprender desde el contraste.
La cuarta dimensión ya es otra historia. Es transición pura. Emoción, mente, puentes entre lo denso y lo sutil. Aquí el tiempo empieza a aflojar su rigidez y aparece la telepatía emocional, como si sintiéramos sin palabras. Es el plano del cuerpo astral, de las sombras que se intensifican, del ego espiritual que entra en escena disfrazado de iluminación. Muchas almas se pierden aquí, creyendo que ya ascendieron, cuando en realidad aún están envueltas en una dualidad más refinada. Es un limbo elegante donde la luz y la sombra juegan con máscaras nuevas.
La quinta dimensión se siente como una expansión emocional profunda, un recordatorio vibrante de que todo está conectado. El amor ya no es posesivo, sino resonancia. La conciencia crea con intención, y el tiempo deja de ser una línea para volverse un eterno ahora. Aquí, se puede ver la sombra sin juicio, reconocerla sin combatirla. Se actúa desde el corazón, no desde la mente, y se percibe al otro como parte del mismo campo. Aún hay polaridad, pero no hay guerra: la luz y la sombra se entienden como dos aspectos del mismo diseño. Es el plano de la conciencia crística, del servicio, de la sanación, del “nosotros” que ilumina sin perder forma.
Pero más allá, en la sexta dimensión, todo cambia radicalmente. No hay yo. No hay historia. No hay deseo. La conciencia se convierte en geometría, en patrón, en arquitectura pura. No hay recuerdos como los conocemos, ni necesidad de narrarse a sí misma. Todo es código fuente, símbolo viviente. Es donde habitan las plantillas originales, las ideas antes de ser forma, los arquetipos en su estado más puro. Es una sinfonía matemática donde cada nota es una conciencia completa, sin preguntas, porque ya lo es todo a la vez.
Y entre estos estados, también existen los intermedios. El plano 3.5D, por ejemplo, es una especie de zona gris: el bajo astral, donde la conciencia aún está atada al deseo, al miedo, a las formas mentales no resueltas. Es ese espacio donde se ven mundos deformes, estructuras inestables, montañas oníricas y ciudades fantasma. Seres con un solo ojo, entidades incompletas, y ese “purgatorio” donde las almas se quedan pegadas a sus heridas más lentas. Es un tránsito emocional, un reflejo denso de lo que aún no se ha integrado. Y solo cuando se suelta el apego, cuando se deja atrás el cuerpo emocional, se puede seguir ascendiendo.
En últimas, las dimensiones no son “arriba” ni “lejos”. Son más bien una danza de frecuencias. Una conciencia que se expande al recordar quién ha sido siempre. Todo ocurre aquí. Solo que no todo se ve desde el mismo lugar.