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En Nepal, los jóvenes de la Generación Z desatan una revolución sangrienta contra la élite política.

Nepal ha vivido en los últimos días una de las crisis sociales más violentas de su historia reciente, con la juventud como protagonista de un estallido que dejó escenas de auténtico caos. La llamada Generación Z tomó las calles en protesta contra la censura de las redes sociales, la corrupción y el nepotismo político, atacando edificios institucionales y medios de comunicación. El Parlamento en Katmandú fue incendiado como símbolo de la caída de las estructuras de poder, y la violencia alcanzó su punto más extremo con la muerte de Rajyalaxmi Chitraka, esposa del ex primer ministro Jhalanath Khanal, quien falleció atrapada en su vivienda en llamas. Varios políticos fueron agredidos, algunos lanzados al río y otros lograron escapar colgados de helicópteros, en un clima que convirtió a la capital en un escenario de guerra.

Ni la renuncia del primer ministro KP Sharma Oli ni la reapertura de las redes sociales lograron calmar la furia popular. La represión policial, con munición real, cañones de agua y proyectiles de goma, dejó cerca de 30 muertos y más de 600 heridos. Lejos de contenerse, los manifestantes lograron apoderarse de armas, municiones y granadas, despojando a los militares de parte de su arsenal y desatando una rebelión marcada por la violencia extrema. Incluso con el toque de queda indefinido y el cierre del Aeropuerto Internacional de Tribhuvan, la población mantuvo la movilización, desafiando la autoridad en un país paralizado y sumido en la incertidumbre.

Tras días de tensión y enfrentamientos, los líderes de la revuelta alcanzaron un acuerdo con la cúpula militar para designar a la ex presidenta del Supremo, Sushila Karki, como jefa de Gobierno interino. Reconocida por su papel en la lucha contra la corrupción, Karki se perfila ahora como la figura encargada de canalizar el descontento hacia un nuevo orden político. Los manifestantes han comenzado a devolver parte de las armas sustraídas, pero las autoridades se mantienen en máxima alerta ante un conflicto que, según analistas, ha superado en intensidad a las batallas que en 2016 llevaron a la abolición de la monarquía. Nepal se enfrenta así a una etapa decisiva, marcada por la presión de una juventud que exige cambios radicales en el poder y en la manera de gobernar.

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