
Detrás del alias se encuentra Anil Chawla, un DJ y productor británico de ascendencia india que, como él mismo dice, siempre fue “clubber antes que DJ”. Esa afirmación lo resume con precisión: su conexión con la música electrónica nació en la pista, con los oídos abiertos y el cuerpo entregado al beat. Esa experiencia temprana como raver en Reino Unido —alimentado por cintas de jungle y bandas como The KLF o Moby— le dio una comprensión instintiva de cómo debe sentirse un set bien construido. No se trata solo de ritmo, sino de atmósfera, de energía compartida.
El despertar definitivo llegó a los 18, en un viaje a Ibiza que le reveló el verdadero poder de la música en grandes sistemas de sonido. Poco después, ya estaba tocando en Turnmills, uno de los clubes más emblemáticos de Londres, donde aprendió el arte de abrir, cerrar y acompañar noches enteras sin perder nunca el hilo emocional. Aquella residencia le enseñó la versatilidad, la paciencia y, sobre todo, a no apresurar el clímax. No es casualidad que sus sets actuales tengan esa cualidad de viaje meditado, de inmersión progresiva.
Pero lo que realmente distingue a Amotik no es su técnica impecable o su habilidad para leer la pista: es su sinceridad artística. En lugar de perseguir contratos con sellos de renombre, prefirió lanzar su propio catálogo bajo el sello Amotik. Desde 2015, ha publicado una decena de EPs y un álbum —Vistār— que lo consolidaron como uno de los productores más coherentes del techno actual. Un trabajo descrito como “una visión de big-room techno autónoma y enfocada”, lejos del efectismo y cerca de la intención.
Lo más sorprendente es que, a pesar de su perfil bajo, ha conquistado espacios míticos como Berghain o Khidi. En una escena hipercompetitiva como la de Berlín, ser alguien a quien el público espera con ansias y nombra con respeto no es poca cosa. Sus apariciones no son frecuentes ni ruidosas, pero sí profundamente esperadas. Incluso en medio del caos de un domingo a las siete de la mañana en Berghain, entre saltos y ojos dilatados, alguien puede preguntarte quién es ese DJ que está soltando bombas con una sonrisa sincera. Porque sí, Amotik no es el típico rostro pétreo del techno; se permite disfrutar, mirar al público, conectar de verdad.

Esa misma conexión es la que mantiene con la pista de baile. A pesar de su éxito, sigue considerándose parte del público. “Donde me siento cómodo es en la pista”, ha dicho. Y eso se nota. Su música no está diseñada para impresionar desde el booth, sino para fundirse con quienes bailan. Quizás por eso sus sets fluyen con tanta naturalidad: están construidos desde la empatía, desde la memoria corporal de alguien que ha estado —y sigue estando— del otro lado.
Durante sus años en India, antes de mudarse definitivamente a Berlín, desarrolló una sensibilidad especial para la transición entre climas sonoros. En uno de esos sets, en Goa, pasó de un techno oscuro a un amanecer brillante con un edit de Larry Heard, justo cuando el sol se colaba entre las palmas. Ese tipo de decisiones no vienen de la técnica, sino del corazón.
Hoy, con dos décadas de experiencia y una carrera que ha ido creciendo a su ritmo, Amotik representa algo que escasea en el techno: autenticidad. En un mundo de ruido, su silencio pesa más. Su música no pide atención, la conquista. Y quizá por eso, sin buscarlo, se ha convertido en uno de los nombres más respetados de la escena.
Pero, ¿qué motiva a Amotik? Escucharlo hablar —en sus contadas entrevistas— revela que su impulso no es el reconocimiento. Es la necesidad de crear espacios sonoros donde el tiempo se dilate. Tiene un enfoque casi espiritual hacia el techno. En vez de construir música para la pista, parece esculpir atmósferas para perderse en ellas. Su enfoque está más cerca del arte que del entretenimiento.
Su herencia cultural también añade una dimensión única a su trabajo. Sin ser explícito ni folclórico, hay en sus sonidos una cadencia que remite a lo ritual, a lo ancestral. Quizá sea por eso que su música conecta tan fuerte en festivales donde el techno se toma en serio, donde aún se respeta su carga emocional y transformadora.
El distintivo de Amotik no está en un drop o en un sample reconocible. Está en la manera en que sus sets y producciones logran que te olvides de ti mismo. En cómo, sin buscarlo, se convierte en el puente entre el cuerpo y una dimensión más abstracta, más profunda. Hay algo terapéutico en su propuesta, como si cada compás supiera exactamente hacia dónde llevarte.
Hoy, en medio de un panorama saturado de nombres, branding y algoritmos, Amotik sigue siendo una prueba viviente de que la música —cuando es sincera— siempre encuentra su lugar. No necesita volumen excesivo, ni visuales espectaculares. Solo necesita intención. Y de eso, a Amotik le sobra.



Amotik es uno de esos artistas que no llegaron a la cima por estrategia de marca ni por colaboraciones vacías, sino por convicción. Su techno es austero, sin ornamentos, pero cargado de peso emocional. No seduce: hipnotiza. Y en una industria saturada de personajes, él eligió ser presencia. Silenciosa, constante, demoledora.
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