
Una reciente campaña en redes sociales ha puesto en el centro del debate a Boiler Room, la reconocida plataforma global de música electrónica, al revelarse que es propiedad de KKR (Kohlberg Kravis Roberts & Co.), una de las firmas de capital privado más grandes del mundo.
KKR, con sede en Nueva York, es el segundo fondo de inversión privado más grande a nivel internacional, con un extenso portafolio que abarca diversas industrias. Sin embargo, su nombre ha sido vinculado a inversiones en sectores altamente cuestionados, incluyendo empresas relacionadas con el genocidio en Palestina, el despojo de tierras indígenas y la destrucción ambiental a escala global. Estas acusaciones, respaldadas por movimientos sociales y colectivos artísticos, han encendido las alarmas sobre el papel que KKR juega dentro del sector cultural.
La denuncia principal no solo se dirige al origen del financiamiento de Boiler Room, sino al fenómeno conocido como artwashing: el uso del arte, la música y la cultura como una fachada para mejorar la imagen pública de corporaciones con prácticas éticamente cuestionables. Según los activistas, la participación de KKR en espacios culturales como Boiler Room o incluso instituciones como el MoMA, responde a una estrategia para legitimar su influencia y encubrir violencias sistémicas tras una apariencia de apoyo a la creatividad y las comunidades locales.

Ante esta situación, el colectivo @boycottroom ha lanzado un llamado abierto al boicot como herramienta de resistencia, instando a artistas, promotores, públicos y organizadores a no colaborar ni participar en eventos financiados directa o indirectamente por KKR. La consigna es clara: “No permitamos que nuestra creatividad ni nuestras comunidades sean utilizadas como una cortina de humo para el capital y el control”.
Este debate llega en un momento donde la industria de la música electrónica atraviesa una reflexión profunda sobre su rol político, ético y social. Para muchos, la independencia artística y la transparencia financiera se han convertido en temas urgentes, especialmente cuando se trata de eventos que se presentan como inclusivos, antirracistas y comprometidos con el cambio social. La controversia está abierta, y la pregunta que queda es si la escena cultural está dispuesta a revisar las estructuras que la financian, o si seguirá ignorando los intereses que se esconden detrás de grandes plataformas globales como Boiler Room.