
El Doom Festival prometía una noche de beats, luces y celebración. Pero en la madrugada del 20 de abril, cuando el último track había terminado y los asistentes comenzaban a abandonar el lugar, la realidad golpeó más fuerte que cualquier bajo.
Un joven de 22 años, identificado extraoficialmente como Juan Esteban León, cayó en el parqueadero del Pradera Box, en el norte de Bogotá. Sufrió una falla cardiorrespiratoria apenas minutos después de terminar el evento. El equipo médico del festival —que incluía un emergenciólogo— respondió de inmediato. Fueron cuarenta minutos de reanimación. Cuarenta minutos de intentarlo todo. Nada bastó.
A las 3:39 a.m., el joven fue declarado muerto.
La noticia corrió rápido, pero el pronunciamiento oficial tardó. Solo hasta la noche del 21 de abril los organizadores del Doom Festival hablaron públicamente. En un comunicado escueto, lamentaron los hechos, aseguraron que todo el evento había cumplido con los protocolos de seguridad exigidos, y anunciaron su colaboración con la investigación. Pidieron respeto. No ofrecieron detalles.
La secretaría de salúd local informó que Doom cumplió con todas sus legalidades, y los oranizadores aseguran que hicieron todo bien. Y cumplieron con cada norma.
Hoy, queda el dolor de una vida que se apagó demasiado pronto, mientras la ciudad intenta entender cómo una celebración terminó en tragedia. No normalizamos el exceso , y mucho menos la muerte en nuestra escena electrónica.