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El alma se vuelve canon: científicos captan el momento exacto en que la vida se apaga.

¿Y si la muerte no fuera un suspiro silencioso, sino un apagón de luz? No en sentido poético, sino literal. Científicos acaban de registrar, por primera vez con claridad brutal, el momento exacto en que la vida deja de brillar —y no es una metáfora. Es física. Es luz. Es la extinción final de un fulgor que llevamos dentro.

Durante décadas, investigadores han sabido que todos los seres vivos emiten una especie de resplandor diminuto, invisible al ojo humano. Lo llaman emisión fotónica ultradébil, o UPE por sus siglas en inglés. No se trata de un mito esotérico ni de una teoría mística. Es una realidad medible, comprobada y ahora —gracias a una nueva generación de cámaras ultradelicadas—, observable. Lo que descubrieron te va a volar la cabeza: cuando un ser vivo muere, esa luz interior se apaga. Al instante.

El estudio, dirigido por el investigador Dan Oblak desde la Universidad de Calgary, se centró en roedores, y el hallazgo es tan impactante como perturbador. Con sensores CCD y EMCCD de sensibilidad extrema, los científicos lograron capturar cómo la luminiscencia biofotónica que emite el cuerpo se desvanece súbitamente justo después de la muerte. Ni segundos después. Ni minutos después. Justo cuando cesan las funciones vitales, esa luz se apaga como una bombilla desenchufada.

No estamos hablando de un brillo visible como el de una luciérnaga. Esta emisión está compuesta por biofotones, partículas de luz que generan nuestras células como resultado del metabolismo mitocondrial. Es tan débil que apenas alcanza entre 10 y 1.000 fotones por centímetro cuadrado por segundo. Pero está ahí. Todo el tiempo. Mientras estamos vivos.

Lo más inquietante es que este fenómeno no se limita a los animales. También sucede en las plantas. En el mismo estudio, aplicaron condiciones de estrés fisiológico a hojas de schefflera arboricola (sí, esa planta que tienes en la sala), y observaron algo igual de fascinante: cuando una hoja es herida o sufre calor extremo, su emisión fotónica aumenta notablemente. ¿Dolor vegetal? No exactamente. Es una señal bioquímica de que algo no va bien. El metabolismo se agita. Y con él, la luz se dispara.

Por si fuera poco, los investigadores también encontraron que ciertos compuestos químicos, como la benzocaína —sí, ese anestésico que usamos en cremas y dentífricos—, modifican el patrón de luz emitida por las células. Lo que sugiere que cada intervención médica, cada sustancia que entra en contacto con un organismo vivo, también altera su fulgor interno.

Y ahora la pregunta que retumba, casi como un eco filosófico: ¿será esta luz lo que muchos han llamado “alma”? Tal vez no en el sentido espiritual, pero sí como una representación real de que algo único ocurre mientras estamos vivos. Una chispa, un destello, una frecuencia silenciosa que se apaga sin ruido cuando dejamos de ser. La ciencia, sin pretenderlo, acaba de dar forma visual a uno de los conceptos más antiguos del ser humano.

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